El pasado 14 de agosto se reunió el Consejo de Ministros para aprobar un conjunto de medidas destinadas a hacer frente a la que por fin se llama crisis; es de buena educación corresponder con un comentario al sacrificio del Gabinete.
La crisis tiene dos aspectos, interdependientes pero distintos: por una parte, el reventón de la burbuja inmobiliaria y la crisis de liquidez consiguiente afectan directamente a la demanda, tanto de inversión como de consumo, y amenazan el crecimiento y el empleo a corto plazo; por otra, hay una cierta complacencia y una concentración excesiva en una actividad de baja productividad como es el conjunto inmobiliario-construcción, que dan como resultado una inflación mayor que la de nuestros socios y un déficit comercial muy grande y creciente, síntomas ambos de poca salud. Las medidas adoptadas por el Gobierno se dirigen a uno y a otro aspecto.
Urgente: el gasto
Las medidas más importantes por el lado de la demanda tienden a paliar los efectos de la crisis de liquidez sobre la financiación de viviendas, así como sobre las pequeñas y medianas empresas (y, por consiguiente, sobre la inversión), facilitando avales y garantías; a mejorar la renta disponible de algunas familias mediante la supresión del impuesto sobre el patrimonio, y a tranquilizar a trabajadores y pensionistas (y, por consiguiente, a sostener el consumo) con la promesa de mantener el gasto social.
La orientación de estas medidas es correcta; seguramente no se harán demasiadas tonterías con ese dinero. Pero el diablo está en los pliegues, y aquí los hay: no se trata sólo de que los trámites necesarios para acceder a las ayudas puedan hacer éstas inoperantes, o de que las cantidades sean tan exiguas que no tengan efecto alguno.
Tres aspectos cualitativos merecen comentario; por una parte, algunos ministerios anuncian cambios normativos (por ejemplo, en el ámbito de la vivienda). Este es un error, aunque comprensible en un ministerio que quiere demostrar que sirve para algo: la práctica mostrará que los cambios normativos son lentos y laboriosos (se trata, sin ir más lejos, de competencias transferidas), y que la actividad correspondiente se paraliza mientras se van aclarando las cosas: el anuncio producirá un efecto opuesto al deseado.
Por otra parte, el Gobierno decide aumentar los recursos destinados a la ley de Dependencia reduciendo en un 70 por ciento la oferta pública de empleo (el número de plazas de funcionarios que serán convocadas). Desde el punto de vista del gasto, ésta parece una decisión equivocada, ya que los canales por los que han de discurrir los recursos destinados a desarrollar la ley están seguramente menos consolidados que los hábitos de gasto de los funcionarios.
Por último, el mantenimiento del llamado gasto social no garantiza que vayan a ser atendidas las situaciones de verdadera necesidad creadas por la crisis: éstas se concentrarán en trabajadores desempleados, en situación irregular o con periodos de cotización insuficientes; todos ellos al margen de los canales de la Seguridad Social.
Importante: medidas estructurales
En este apartado se recogen elementos muy heterogéneos: objetivos de eficiencia (supresión de trámites, de cargas administrativas a las empresas), de aumento de la competencia (en el tráfico de mercancías por ferrocarril) o de liberalización (libre acceso al ejercicio de las profesiones, modernización de los colegios profesionales).
Todos ellos tienen características comunes: si bien contribuyen a una economía más adaptable, no existen instrumentos para su puesta en práctica (como existen para la política monetaria o la fiscal), no tienen responsables claros (el Ministerio de Economía se limita a elaborar un catálogo de buenos deseos) y encuentran resistencias fortísimas que el poder político rara vez tiene el valor de vencer. Por eso, los avances son siempre lentísimos, y, si las mismas medidas vuelven a salir del cajón de vez en cuando, es porque nadie ha sido capaz de llevarlas a la práctica. La oposición las califica de refrito: pero ¿por qué no las impulsó cuando estaba gobernando?
Y no deja de ser gracioso que, según dicen los periódicos, un partido que se ha resistido siempre a aplicar algo más fuerte que el agua oxigenada pida ahora cirugía. No: el enfermo que necesita medidas estructurales no es operable; no se trata de un tumor maligno susceptible de ser extirpado, sino de un estado difuso que sólo puede curarse con la colaboración de todos.
La lista aprobada por el Gobierno merece algunas observaciones: por una parte, se fija objetivos demasiado abstractos: ¿qué quiere decir el principio de libre acceso al ejercicio de las profesiones? Por otra, elude mencionar siquiera aspectos básicos importantísimos: más importante que la competencia en el ferrocarril es la práctica de la adjudicación de obras públicas, que tiene fallos conocidos. La relación entre especulación urbanística y financiación local está, como todos sabemos, en la raíz de la crisis inmobiliaria, y, sin embargo, nada se dice al respecto. ¿Por qué esa atención al detalle obviando lo más esencial?
Lo social y la inflación
El problema de la inflación no es tratado como se merece: la limitación del sueldo de los funcionarios, un expediente fácil y de dudosa equidad; por no hablar del recorte de los aranceles de notarios y registradores a que nos tienen acostumbrados todos los gobiernos. Sin embargo, la necesidad de un acuerdo para estabilizar precios y salarios durante un corto periodo no se refleja en las medidas: se deja este asunto para el llamado diálogo social, olvidando quizá que, durante la pasada recesión de 1993, ese diálogo no fue más que una absoluta pérdida de tiempo.
En líneas generales, las propuestas tienen la orientación que cabría esperar, aunque muchos detalles son discutibles. No cambiarán el rumbo de la crisis; tampoco me parece que, como algunos han dicho, vayan a agravarla. Incluso es posible que permitan sentar las bases de una economía más sólida; pero no echemos las campanas al vuelo.
Alfredo Pastor es profesor del IESE.
Fuente Web IESE.